Nos da miedo generar comunidades cerradas en sí mismas y es normal. Debemos ser abiertos y acogedores como marca nuestro carisma, pero hay un equilibrio que no acabamos de lograr. A veces las comunidades demasiado abiertas son en realidad grupos sin identidad donde no percibimos el contorno de dicha comunidad porque no existe. No sabemos quién pertenece y quién no o qué supone la pertenencia y no se llega a generar un clima de intimidad y confianza donde compartir la fe y la vida, porque, ni siquiera sé quién forma parte realmente del grupo, con lo que no llega a ser una verdadera comunidad.

Compartiendo oración con diferentes comunidades, en algunas, aunque sea muy bien recibido, me siento un poco intruso, porque es palpable la intimidad que existe entre sus miembros y cómo mi presencia, aunque sea conocido y apreciado, la distorsiona. En cambio, en otros grupos de oración, mi presencia o ausencia, como la de otros miembros, es totalmente arbitraria y la profundidad de mi participación como la de otros, es muy diferente.

Con todo esto, si queremos que se consoliden nuevas comunidades, debemos construir muy bien el contorno de la comunidad y decidir cuándo abrir y cuándo cerrar la puerta y saber quién está dentro y quién fuera.

Comentarios

Deja una respuesta