En los primeros años de los congregantes, la construcción de esa gran comunidad de fe que era además familia, se conseguía, según nos cuenta Ignacio Otaño, con propuestas de ocio sano, disfrutando juntos:

El resto de la tarde hasta la hora de la Asamblea pública se dedica a la diversión en común, que suele consistir en paseos, juegos, etc., que refuerzan la unión, permiten el intercambio informal y hacen atrayente la congregación y la instrucción religiosa. “Así se aleja a la juventud de las diversiones peligrosas y se trabaja por crear y mantener el espíritu de cuerpo.” (Pág. 42)

Sin embargo, esta dimensión lúdica es la más ausente en nuestras asambleas, todo es más funcional y hay cada vez menos espacios para compartir la diversión. Por otra parte, a la hora de construir algo, cuando hablamos de familia, a veces hay que renunciar a lo propio o aplazar proyectos para buscar el equilibrio entre eficacia y comunión para no generar más enfrentamientos de los necesarios. Es muy fácil que la gente tome posiciones en distintos bandos dentro de la comunidad de fe a cuenta de proyectos y decisiones particulares que polarizan a la gente destruyendo la comunión. Con más tiempo de convivencia, estos enfrentamientos podrían mitigarse.

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