Con los grupos y comunidades que van surgiendo, a veces de manera espontánea o a veces de manera más dirigida y que no se sienten parte de algo más grande, aunque compartan su forma de proceder, convendría hacer un acompañamiento en el que se les muestren, con naturalidad, las ventajas de la gran comunidad.
Se trata de ampliar su perspectiva y horizonte y ayudarles a ver que no son algo distinto pero sin imponer la pertenencia y participación en dicha la comunidad.
Así nos lo cuenta Ignacio Otaño referido a los primeros congregantes:
“Sin prisa, sin límite de tiempo, el introductor procura hacerles ver con naturalidad las ventajas de la asociación y les pone en contacto con los socios más cualificados para inspirarles confianza. Esta etapa termina con la confesión y la comunión, que algunos reciben por primera vez” (p37)
Hay veces que el joven, que es inquieto y tiene más interés del que nos parece, está buscando algo, pero no tiene un acompañante cerca que le oriente en su búsqueda, o el acompañante no tiene nada que ofrecer en cuanto a vida de comunidad o experiencia de fe. Por tanto, hace falta esa sed de Dios por parte del joven, pero también, tener una oferta adecuada y acompañantes que orienten hacia ella.
Chaminade recomendaba la adhesión por contagio como forma de proselitismo y de una comunidad que se convierte en acompañante de los nuevos miembros:
“El método de la absorción o asimilación: no hacen de la práctica religiosa una condición de admisión sino que atraen e incorporan antes de cristianizar y para cristianizar. La cristianización se realiza en el seno de la comunidad, por la influencia que la comunidad ejerce en los asociados. Es el método del contagio”. (p36-37)
El apoyo del acompañante a la comunidad ha de estar en los contenidos, en la escucha, en el diálogo, en el compartir, pero no en organizarles las cosas como si fuera su monitor. la comunidad ha de ser autónoma, organizar sus tiempos y actividades, su logística.
Siempre que aparezca la figura del asesor en las primeras etapas, se podrá confundir con un monitor que dice lo que han de hacer y eso es incompatible con hacer a los jóvenes responsables del proceso. En comunidades que surgen sin asesor vemos que hacen verdaderamente lo que quieren o sienten que necesitan, no lo que les dicen que tienen que hacer. Probablemente harían lo mismo que si estuviesen en una de las ramas oficiales de la Familia, pero en este caso claramente lo han elegido y diseñado ellos y tienen de principio a fin el peso de la responsabilidad de que la comunidad se mantenga y evolucione porque no tienen la figura del asesor o acompañante.
Muchas veces, los padres pertenecen a una comunidad laica marianista y sin embargo los hijos se resisten a heredar la fe de esa manera. Aunque hayan recibido la fe de su familia y no renieguen de ella, necesitan crear su espacio para vivir la fe a su manera entre su círculo de relación que no es su familia.
En general nos puede el miedo a perder a los jóvenes, nos volvemos cada vez más posesivos y controladores, pero, como el padre de la parábola del hijo pródigo, debemos dejar que el joven pase por el desierto al salir del colegio con un acompañamiento relativo pero sin atosigar con grupos y actividades. Todos hemos necesitado atravesar ese desierto inicial, incluso Jesús, para enfocar nuestra vida, no podemos ahorrarles pasos en la maduración de la fe.
De la misma forma, hay que respetar los procesos de cada persona y adaptarlos a cada realidad, no imponer un modelo sin encarnarlo. Sobre papel puede quedar muy bonito un itinerario, pero el devenir de la vida y las múltiples ofertas e impactos que recibe el joven, nos obligan a tener itinerarios abiertos y flexibles.

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