Si nos fijamos en cómo nacieron las fraternidades o CEMI, vemos que partieron de un líder carismático que movilizó a un grupo de jóvenes inquietos con ganas de sentirse parte de algo hecho por ellos. A cada uno nos vendrán los nombres de los religiosos que hemos conocido en este rol. No es ningún secreto, así pasa con cualquier grupo que arranca. 

Lo que nos falta ahora es aprender cómo han de madurar estos grupos para que sean a su vez generadores de vida y cómo esa responsabilidad que se dio a los primeros se ha de seguir dando a cada nueva generación que comienza. Además, los nuevos líderes carismáticos ya no han de ser los religiosos, desde el momento en que tenemos laicos marianistas adultos, ellos deben ser los nuevos referentes para los jóvenes junto con los religiosos.

No podemos estar cada año empezando las cosas de cero, pero aún hay muchas cosas que están por construir y que son oportunidades para vivir la experiencia de crear algo propio desde cero. Una opción para seguir esta dinámica de construir algo nuevo hoy, puede ser, donde no exista, tomar como misión de fraternidades y/o de CEMI la constitución de la comunidad de fe, o con un grupo de jóvenes si tampoco hay laicos marianistas con la suficiente fuerza actualmente.

Además, nuestra falta de tiempo o de capacidad para gestionarlo todo es la oportunidad perfecta para forzarnos a trabajar codo con codo con los jóvenes que tienen más tiempo, energías y cercanía a la realidad de los otros jóvenes. Eso, sin duda les vinculará más fuertemente con la Familia Marianista.

Cito una vez más a Ignacio Otaño que recoge estas intuiciones sobre la responsabilidad del congregante en tiempo de Chaminade:

“El congregante de las comunidades laicales del P. Chaminade no es sólo un hombre piadoso y devoto, como corrían el riesgo de considerarse los supervivientes de las antiguas congregaciones, sino que todo congregante tiene una misión adaptada a sus posibilidades. «En virtud de la dignidad bautismal común, el fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y religiosas, de la misión de la Iglesia». […] La misión no está reservada a una élite de inteligentes o especialmente dotados sino que es patrimonio de todos. […] no hay trabajo ni misión que merezca o desmerezca por su categoría o por el rango social del que lo realiza. […] Unos y otros, en lo mucho o poco que puedan hacer, se sienten participantes de la obra que lleva a cabo la comunidad.” (Pág. 3-4)

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